viernes, 12 de septiembre de 2014

Cielo

Las sorpresivas y cambiantes lluvias que han bañado la ciudad estos últimos días, me han obligado a mirar hacia arriba más de lo que acostumbro. Cuando despierto, lo primero que hago es ver hacia mi ventana, y como últimamente las mañanas son nubladas me ha costado más trabajo de lo habitual despertar. Y por despertar no me refiero al hecho de abrir los ojos y pararte de la cama, sino a reactivar tu mente y cuerpo por completo; con estas mañanas nubladas puedo despertar incluso después de medio día.

Pero como a esta ciudad le encanta jugar con los sentimientos de quienes la habitamos, las mañanas nubladas no necesariamente lo siguen siendo en la tarde, y por el contrario el sol se asoma calentando la piel y los asientos de camión.

Lo que no me gusta de estos días es que no sé si cargar una chamarra conmigo o no, porque si no la llevo hay algún momento del día en que me arrepiento, y si la llevo, sé que probablemente estará guardada en mi mochila más tiempo del que estará cubriéndome los hombros. Lo que sí me gusta, es que puedo vivir varios cielos en un sólo día.

Cuando entré a la estación tenía un calor de la chingada, mi cabello sofocaba la parte de atrás de mi cuello, nunca le ha gustado que lo peine. Cuando salí del subterráneo, las nubes habían regresado, el viento soplaba alborotando mi cabello y obligándome a sacar mi chamarra de la mochila una vez más. Camino por las calles más antiguas de esta ciudad, esas calles que desde chica y hasta hoy me fascinan. Camino, siempre volteando hacia arriba, como si ver la nube que contiene la tormenta me ayudara a librarme de ella, a evitar lo inevitable.

Camino, pensando en ti. De repente recuerdo la cámara de tu abuelo, y aquel día en que con toda la paciencia del mundo me explicaste cada detalle sobre su funcionamiento. Yo no entendí mucho, naturalmente, pero escucharte hablar tan apasionado me fascinaba. Siempre deseé que me tomaras una foto con la cámara de tu abuelo, nunca lo hiciste. Cómo me gustaría tomarle una fotografía al cielo en este momento.

De un lado, el cielo es azul; del otro, nostalgia. Las azoteas siempre han sido mi parte favorita de las casas. Desde esta azotea puedo escuchar tu sonrisa, esa sonrisa de la cual alguna vez fui motivo.

Todo el camino de regreso a casa vi el cielo y los edificios, el paisaje me parecía extraño, a pesar de llevar aquí toda mi vida sentí como si estuviera en una ciudad nueva, desconocida. Desconocida es aquella primavera cuando te dije que ya no te amaba, dejé las llaves sobre la mesa, te di un beso en la mejilla y partí. Desde entonces no te he vuelto a ver, ni a ti ni a la cámara de tu abuelo.

Logro llegar a casa antes que la lluvia y me felicito a mi misma por haberlo hecho, como si yo controlara la lluvia o algo por estilo, qué estupidez. Lo único que me conforta de esta casa vacía y gris es la calidez de mis perros, me gusta caminar con ellos porque me hacen detenerme donde normalmente no lo haría, observar los detalles que nunca observo. Verlos correr y jugar juro que es el mejor antidepresivo.

Cae la noche y entre el mezcal y los porros ya no sé si te extraño a ti o a tus caricias. Prefiero bailar y olvidar, embriagar mis sentidos y volar. Quizás eso fue lo que te faltó a ti: volar. Quizás es mi borrachera la que habla y no yo. Quizás esta noche conozca al amor de mi vida, si es que eso existe. Otra cerveza y otro beso, hasta que se acabe alguno de los dos.

El cielo ahora es negro y la lluvia sigue amenazante. Los relámpagos se ven a lo lejos, recordé que dejé las ventanas abiertas y que mis perros le tienen miedo a los pinches truenos, así que decido irme. Al final del día, nunca llovió como lo anunciaron las nubes, y yo maldigo al cielo por indeciso y por hacerme cargar chamarras en balde.

Pero el cielo no tiene la culpa, que harto de que dejáramos de observarlo, decidió asustarnos un poquito, para recordarnos que la vida no siempre es azul.



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